El maestro Adaeli se hallaba escribiendo sobre
sus experiencias en su cuarto de estudio, cuando suena el teléfono:
-Buen día –responde con su habitual
gentileza-... Sí, señora... Permítame tomo la dirección... Ajá... De acuerdo.
Trataré de estar con ustedes en una media hora.
Poco después, Adaeli se halla en el cuidado
jardín de un hospital sentado al lado de una preciosa jovencita de diez años, con
quien trata de encontrar alguna información que le permita conocer mejor su
caso. La niña, de ojos preciosos, tiene una mirada muy triste y muestra al maestro un evidente
desaliento.
- ¿Cómo te sientes en casa, Luisa María?
–Le pregunta como un amigo.
-Bien. –Responde la niña sin entusiasmo.
-Ese fue un “bien” muy chiquitito. ¿Pasa
algo que no te agrade?
-Mi mamá sufre mucho últimamente.
- ¿Está enferma?
-No. Está muy triste.
- ¿Y sabes tú el porqué de su tristeza?
-Mi papá.
- ¿Qué ocurre con tu papá?
-Mi mamá se dio cuenta de que tiene otra
mujer... y está embarazada de él.
- ¿Y tú qué piensas respecto a eso?
-No me gusta que haga sufrir a mi mamá, ni
que amenace con dejarnos.
Sintiendo que ya ha llegado al punto, el
maestro cambia de tema. Alude al paisaje y a las aves que se posan en los
árboles, y minutos después dice:
-Ahora dame tus manos, pequeña.
La niña se las ofrece y el maestro las toma
entre las suyas envolviéndolas por completo con la mayor delicadeza.
-Vas a respirar en forma normal, pero
consciente –le explica-. Cuando exhales, deja escapar el aire, muy
lentamente, sintiendo que, con él, se escapan todas las cosas malucas que
impiden tu salud. Y cuando inhales, recibe a Dios, porque Él está en el aire
que respiras. Pídele que sea en ti y que te sane con su amor incondicional.
Por cerca de un minuto, el maestro cierra los
ojos y canaliza energía sanadora. El cuerpo de la niña se estremece cada tanto y
el maestro permanece relajado y estático en su rol de puente entre la pequeña y
la divinidad.
Cuando abre los ojos, pregunta a la niña cómo
se siente:
-Bien –responde ella-. Por mi cabeza
pasaron unas luces de colores muy bonitas.
-Ahora, Luisa María –propone el maestro–
vas a pensar en lo mucho que te quieren tus padres y en lo importante que eres
para ellos. Lo eres ¿verdad?
-Sí, y yo también los quiero mucho –Responde la
niña.
-Di conmigo: “Yo estoy bien”.
-Yo estoy bien.
-Ahora dilo con más fuerza.
- ¡Yo estoy bien!
-Yo quiero superarme... y servir a Dios... a
mi familia... y a la humanidad.
La niña repite cada frase que el maestro le
dice con mayor convencimiento cada vez. Cuando termina, Adaeli se pone de pies
e invita a la niña a hacer lo mismo. Ahora luce despierta y alegre, y camina
junto a él con cierta soltura y la mirada al frente.
- ¿Cuándo volveré a verlo? –Le pregunta
de pronto.
-Muy pronto –responde Adaeli-, pero
depende de tu entusiasmo que la próxima vez sea en casa que pueda visitarte.
De regreso con los padres, Adaeli indaga por el
tratamiento que ha recibido la niña. Los padres citan una serie de exámenes que
se le han hecho y concluyen que hasta ahora no se ha encontrado el origen de su
enfermedad. Sin embargo, la niña sigue perdiendo peso y escasean cada vez más
sus glóbulos blancos. Mientras ellos exponen el caso, el maestro Adaeli
concentra su mirada en el entrecejo de la señora y, unos segundos después, como
si hubiera recibido un mensaje telepático, ella se levanta diciendo:
-Los dejo un momento porque quiero ir a ver
a la niña.
Cuando han quedado a solas, el maestro se
levanta y va hasta la ventana de la salita para echar un vistazo al paisaje. El
padre de Luisa se le acerca, y al notar su presencia, Adaeli da un vistazo al
cielo y luego lo mira a los ojos.
-Gabriel –dice–, creo que tengo la causa
del problema de tu hija, pero, para poder ayudarle, es necesaria tu estricta
colaboración.
- ¡Haré lo que sea por ella! –Exclama el
atribulado padre.
-Escucha bien, Gabriel: Los maestros dicen “Las
cosas con las que pecas son las mismas que te servirán de castigo”.
Responde ahora con total honestidad: ¿Estás cayendo en acciones que puedan
dañar a tus mujeres y quizás a otras?
Gabriel bajó de inmediato la mirada. Sus ojos se
llenaron de lágrimas y balbució:
-Sí, sí... He estado portándome mal con mi
esposa y creo que he hecho daño a otras mujeres.
Adaeli, susurró entonces:
-Ahí tienes, pues, la causa del padecimiento
de tu hija. Su mal no es físico sino emocional. Siente que les has quitado, a
ella y a su madre, para dárselo a otra, el amor que los unía. Y el sufrimiento
que causas a otras mujeres, se está proyectando en las mujeres de tu vida.
- ¿Qué debo hacer entonces? –Indaga Gabriel.
-Tú ya lo sabes: Deshacer, liberar,
enmendar, corregir. Todo está puesto en tus manos. No necesitas de nadie más.
Luis Guillermo Cardona
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